Una boya consiste en un globo inflado atado a una
cuerda, muy visible intencionadamente.
Es
como un globo, pero como es para debajo del mar, en vez de ir con
helio va con oxígeno y flota igual.
Su
utilidad primigenia, principal, es ser visto. Tanto por los barcos,
para que no te arrollen, como por los surfistas, navegantes de balsas
de remo, e incluso por tu familia, que vigila por el balcón por
donde vas y cuando vuelves te dice siempre “Has estado allí lejos,
¿verdad? A ver si no te alejas tanto”
Pero
tiene otras muchas utilidades. Para empezar, puedes apoyarte en ella
cuando estás cansado. No te sujeta como una colchoneta, pero relaja
bastante.
Además
sirve para saber hacia donde va la corriente, dado que,
indefectiblemente, la boya va a tirar hacia ella. Es como una brújula.
Además
suelo llevar una bolsita colgada donde meto los tesoros submarinos
que encuentro. Por ahora sólo se me ha roto un erizo. Rosa y
pequeño. Pero permite llevar muchos más descubrimientos que las
manos desnudas y además se acaba el temor a que se te caigan del
bolsillo.
Por
último, el último uso que le doy es medir profundidades: Dejo la
boya arriba y voy bajando, desenrodando cordel. Cuando llego abajo –
si es que llego – pongo la cuerda en el suelo, tirante y miro para
arriba. Ahí donde ha tocado el suelo pongo una pinza y subo. Arriba
hago un nudo y luego, en casa, subo a ver a mi vecina, Adela, que es
una señora respetabilísima y sonriente, una maestra de escuela en
profesión y formas, que me deja un metro con el que mido hasta donde
he bajado.
Este año he bajado hasta 10 metros. Es mi record de siempre.
Después de mucho bajar como un hijoputa a medir profundidades, se me ocurrió, en vez de darme la paliza y agotarme, atar una piedra y dejar caer la cuerda. Bravo Eugenio. Has inventado la plomada.